lunes, 16 de octubre de 2017

Silencio, se lee










Cuando era estudiante, vivía la mayor parte del tiempo en casa de mis padres, en un piso de no demasiados metros cuadrados. Cuando intentaba estudiar, llegaba perfectamente audible el sonido del televisor, y siempre salía derrotada en la lucha de que alguien tuviera a bien bajar el volumen.  Si en septiembre me tocaba repescar alguna materia -siempre había alguna en medio de mi juvenil vida disoluta-, la cosa era aún peor: era fiesta mayor, y allí estaba bien fresca para mis oídos la música de verbena, el griterío, los disparos de los trabucaires... Buscar el silencio era inútil.
En esa época me acostumbré a estudiar y a leer con la música de Bach, de Vivaldi, de Tchaikovsky. Luego descubrí que el silencio absoluto no existe, y aún más tarde comprobé que el silencio -o esa proyección de algo inexistente que entendemos por silencio- es también música.

A veces no resulta posible aplacar el ruido. Suerte tenemos de los maestros, del estoque de su grandeza, de la magnanimidad de su poesía. Bienvenidos al estremecimiento.







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