martes, 25 de julio de 2017

El devorador de corazones


Esta es la historia de un hombre corriente, de un hombre vulgar, de cualquier rincón, de cualquier ciudad. No es ni muy alto ni muy bajo, ni muy feo ni muy guapo, ni demasiado viejo, ni demasiado joven. Tiene una voz agradable, tirando a gangosa; cuando le ves andar, dirías que lo hace sobre vidrios quebrados. Puede parecer que simule gracejo, pero una vez se le conoce, se sabe que se mueve así por miedo.

Le gusta atravesar trincheras, otear ríos desde lo alto de las montañas, cruzar las fronteras, hacer fuegos aunque no haya nada que cocinar. A veces le duele la espalda, otras la garganta, sufre de dolores de vientre y a veces la cabeza le estalla. Quiso ser bailarín, pero se quedó en tramoyista. Cuando nadie le ve, ensaya, pero sus piernas ya no le responden.

No sonríe prácticamente nunca. Bromea con esa ironía que emerge desde la amargura. Pero se le ve feliz, resignado dirían los más dóciles; orgullo no le falta, ni templanza. Lo que hace lo hace bien, o lo intenta: no consiente ni la crítica ni el agravio, si alguien le suspira estalla.

Jamás amó, pero siempre lo quiso. Jamás hizo el amor como debe hacerse, con entrega, "estando"... Si lo hizo fue sobreactuando, a salto de mata, calculando la intensidad, la frecuencia. Administrando caricias y orgasmos. Queriendo ser sin ser de veras, invadiendo de vacío la nada, de irrealidad.

Este hombre corriente suele salir de caza de vez en cuando, o a veces la caza llega a su casa; tal es su poder de seducción. Suena estúpido pero así es, la atracción de la nada. Aunque tal vez sea esa apariencia de nada lo que atraiga a sus presas. Creyendo ver algo creen que pueden salvarle de esa tristeza, de la ira, del excesivo pundonor, de la banalidad. Quedan enganchados en esa red, como en una telaraña, mientras el sujeto -ensimismado en esa atracción- solo siente el goce, el alimento de la adulación. No le interesa ninguna relación si no es nutritiva. Y su alimento no es sólo el amor, sino también el dolor, el sufrimiento, el desconcierto, y si es necesario, la violencia.

La rueda es simple, siempre en orden: bombardeo de amor, devaluación, descarte. O lo que es lo mismo: eres el amor de mi vida, no estoy a gusto (ya no me vales), me voy. Invariablemente el ciclo es siempre idéntico, en cada individuo, en cada relación. Sólo hay un requisito: tener un espejo. Acercarte a él es solo bajo una condición: convertirte en su espejo.

Nuestro hombre corriente posee una cómoda de anticuario, de una altura considerable, a la que hace diez años tuvo que aplicar un tratamiento de carcoma. Aún siente el olor profundo del insecticida devorando su nariz. Pero ese mueble es su bien más preciado. Allí guarda el espejo en el que se mira, cada mañana, desde que era un niño. Se lo regaló su madre, al tiempo que le contaba la historia de Narciso. No en vano dos doradas ninfas, de largos cabellos, bordean el espejo. Y en él se mira mientras resuenan las palabras de ella, reprobatorias, al tiempo que se empequeñece hasta hacerse un ovillo.

El espejo es su lago. Aquel en el que le gustaría hundirse para encontrar, si fuera posible, algo parecido a la normalidad.

Los cajones de la cómoda guardan las urnas, con los corazones. Son los músculos amatorios de esas mujeres, que no están muertas, ya que antes de dar su golpe de gracia logra introducir algo parecido a un corazón de caucho en los boquetes que quedan tras haberles arrancado el corazón. A veces abre las urnas y los mira, los acaricia, los huele e incluso los lame. De vez en cuando suena el timbre de la puerta y es una de sus presas, que viene al rescate de su corazón extraviado.

Él no tiene objeción; el trofeo será devuelto bajo una sola condición: reiniciar el ciclo. Y así una, y otra vez, y una, y otra vez... como siguiendo la estela de un eco.

Causa cierta compasión. Es un hombre incapaz de amar, enojado con su destino. Busca el amor y en el fondo, demonios, lo sabe, lo que busca es la muerte porque intuye que es lo único que le dará la paz. O matando a su personaje y haciendo emerger ese yo profundamente herido, profundamente solo y profundamente frágil. Ese yo desquiciado que le empuja a beberse los corazones de los demás, sin más preámbulo.







PD: He vuelto con un relato difícil, inspirado en una historia real que ha vivido alguien por quien siento profunda estima. A partir de su vivencia, hemos comenzado a investigar para llegar a entender una vivencia desconcertante. El premio a esa perseverancia ha sido descubrir que el coprotagonista de esa vivencia es en gran parte responsable del dolor causado, porque es alguien aquejado de un mal llamado Trastorno de la Personalidad Narcisista. No es un trastorno demasiado conocido, pero es letal para quienes se acercan a estas personas. Ya sea en una relación larga o breve, de amor, de amistad o de trabajo, la herida que dejan estas personas tarda en cicatrizar. Toda la literatura que hemos encontrado a nuestro alcance, o los grupos de autoayuda que van emergiendo, no tratan demasiado bien a estas personas. Hay quienes les consideran vampiros emocionales, sujetos perversos, psicópatas integrados, incluso hay quien les llama cucarachas, ratas panza arriba y otras barbaridades bastante ilustrativas. Pero también hay acercamientos empáticos, que hablan de personas que, por algún trauma en la infancia, se desconectaron de sus emociones y son incapaces de amar ni de sentir empatía. Necesitan sentirse superiores, lo más importante; lo demás no existe. Todo lo que sienten es fruto de la desvalorización, si alguien no les trata como creen que deben ser tratados manifiestan su ira, su enfado... Si tienen ante sí a alguien que creen mejor que ellos, sucumben a la envidia. En realidad tienen una bajísima autoestima y lo que vemos es a un personaje; su ser real está escondido, perdido, quién sabe si para siempre. Estas personalidades maltratan a quienes les ama, qué contrasentido, no? Y lo peor de todo es que prácticamente no tienen cura. Nadie puede salvarles, por mucho que esté convencido de que dentro de ellos hay un ser valioso, talentoso, digno. Ni siquiera pueden salvarse ellos mismos.
En su mayoría son hombres, pero también hay mujeres. En realidad son un tanto por ciento pequeño de la población, pero las estadísticas dicen que te cruzarás con alguno de ellos. Solo queda una salida: escapar. Este es un relato escrito pensando en el "Arrancacorazones", de Boris Vian (no he querido robarle el título, tan apropiado) y leyendo "De profundis", de Oscar Wilde.

No hay comentarios:

Publicar un comentario