sábado, 29 de julio de 2017

Vacaciones, clásicos y versiones


El blog se va de vacaciones por unos días.

Como de lo que se trata es de descansar vista, cuerpo y mente, he aquí una playlist para quien le apetezca escuchar, con temas míticos y sus variadas versiones, en el idioma original o traducidas. Espero que sea interesante y de provecho. Es una recopilación de temas muy conocidos, por lo tanto, al alcance de todo el mundo. Felices vacaciones!


martes, 25 de julio de 2017

El devorador de corazones


Esta es la historia de un hombre corriente, de un hombre vulgar, de cualquier rincón, de cualquier ciudad. No es ni muy alto ni muy bajo, ni muy feo ni muy guapo, ni demasiado viejo, ni demasiado joven. Tiene una voz agradable, tirando a gangosa; cuando le ves andar, dirías que lo hace sobre vidrios quebrados. Puede parecer que simule gracejo, pero una vez se le conoce, se sabe que se mueve así por miedo.

Le gusta atravesar trincheras, otear ríos desde lo alto de las montañas, cruzar las fronteras, hacer fuegos aunque no haya nada que cocinar. A veces le duele la espalda, otras la garganta, sufre de dolores de vientre y a veces la cabeza le estalla. Quiso ser bailarín, pero se quedó en tramoyista. Cuando nadie le ve, ensaya, pero sus piernas ya no le responden.

No sonríe prácticamente nunca. Bromea con esa ironía que emerge desde la amargura. Pero se le ve feliz, resignado dirían los más dóciles; orgullo no le falta, ni templanza. Lo que hace lo hace bien, o lo intenta: no consiente ni la crítica ni el agravio, si alguien le suspira estalla.

Jamás amó, pero siempre lo quiso. Jamás hizo el amor como debe hacerse, con entrega, "estando"... Si lo hizo fue sobreactuando, a salto de mata, calculando la intensidad, la frecuencia. Administrando caricias y orgasmos. Queriendo ser sin ser de veras, invadiendo de vacío la nada, de irrealidad.

Este hombre corriente suele salir de caza de vez en cuando, o a veces la caza llega a su casa; tal es su poder de seducción. Suena estúpido pero así es, la atracción de la nada. Aunque tal vez sea esa apariencia de nada lo que atraiga a sus presas. Creyendo ver algo creen que pueden salvarle de esa tristeza, de la ira, del excesivo pundonor, de la banalidad. Quedan enganchados en esa red, como en una telaraña, mientras el sujeto -ensimismado en esa atracción- solo siente el goce, el alimento de la adulación. No le interesa ninguna relación si no es nutritiva. Y su alimento no es sólo el amor, sino también el dolor, el sufrimiento, el desconcierto, y si es necesario, la violencia.

La rueda es simple, siempre en orden: bombardeo de amor, devaluación, descarte. O lo que es lo mismo: eres el amor de mi vida, no estoy a gusto (ya no me vales), me voy. Invariablemente el ciclo es siempre idéntico, en cada individuo, en cada relación. Sólo hay un requisito: tener un espejo. Acercarte a él es solo bajo una condición: convertirte en su espejo.

Nuestro hombre corriente posee una cómoda de anticuario, de una altura considerable, a la que hace diez años tuvo que aplicar un tratamiento de carcoma. Aún siente el olor profundo del insecticida devorando su nariz. Pero ese mueble es su bien más preciado. Allí guarda el espejo en el que se mira, cada mañana, desde que era un niño. Se lo regaló su madre, al tiempo que le contaba la historia de Narciso. No en vano dos doradas ninfas, de largos cabellos, bordean el espejo. Y en él se mira mientras resuenan las palabras de ella, reprobatorias, al tiempo que se empequeñece hasta hacerse un ovillo.

El espejo es su lago. Aquel en el que le gustaría hundirse para encontrar, si fuera posible, algo parecido a la normalidad.

Los cajones de la cómoda guardan las urnas, con los corazones. Son los músculos amatorios de esas mujeres, que no están muertas, ya que antes de dar su golpe de gracia logra introducir algo parecido a un corazón de caucho en los boquetes que quedan tras haberles arrancado el corazón. A veces abre las urnas y los mira, los acaricia, los huele e incluso los lame. De vez en cuando suena el timbre de la puerta y es una de sus presas, que viene al rescate de su corazón extraviado.

Él no tiene objeción; el trofeo será devuelto bajo una sola condición: reiniciar el ciclo. Y así una, y otra vez, y una, y otra vez... como siguiendo la estela de un eco.

Causa cierta compasión. Es un hombre incapaz de amar, enojado con su destino. Busca el amor y en el fondo, demonios, lo sabe, lo que busca es la muerte porque intuye que es lo único que le dará la paz. O matando a su personaje y haciendo emerger ese yo profundamente herido, profundamente solo y profundamente frágil. Ese yo desquiciado que le empuja a beberse los corazones de los demás, sin más preámbulo.







PD: He vuelto con un relato difícil, inspirado en una historia real que ha vivido alguien por quien siento profunda estima. A partir de su vivencia, hemos comenzado a investigar para llegar a entender una vivencia desconcertante. El premio a esa perseverancia ha sido descubrir que el coprotagonista de esa vivencia es en gran parte responsable del dolor causado, porque es alguien aquejado de un mal llamado Trastorno de la Personalidad Narcisista. No es un trastorno demasiado conocido, pero es letal para quienes se acercan a estas personas. Ya sea en una relación larga o breve, de amor, de amistad o de trabajo, la herida que dejan estas personas tarda en cicatrizar. Toda la literatura que hemos encontrado a nuestro alcance, o los grupos de autoayuda que van emergiendo, no tratan demasiado bien a estas personas. Hay quienes les consideran vampiros emocionales, sujetos perversos, psicópatas integrados, incluso hay quien les llama cucarachas, ratas panza arriba y otras barbaridades bastante ilustrativas. Pero también hay acercamientos empáticos, que hablan de personas que, por algún trauma en la infancia, se desconectaron de sus emociones y son incapaces de amar ni de sentir empatía. Necesitan sentirse superiores, lo más importante; lo demás no existe. Todo lo que sienten es fruto de la desvalorización, si alguien no les trata como creen que deben ser tratados manifiestan su ira, su enfado... Si tienen ante sí a alguien que creen mejor que ellos, sucumben a la envidia. En realidad tienen una bajísima autoestima y lo que vemos es a un personaje; su ser real está escondido, perdido, quién sabe si para siempre. Estas personalidades maltratan a quienes les ama, qué contrasentido, no? Y lo peor de todo es que prácticamente no tienen cura. Nadie puede salvarles, por mucho que esté convencido de que dentro de ellos hay un ser valioso, talentoso, digno. Ni siquiera pueden salvarse ellos mismos.
En su mayoría son hombres, pero también hay mujeres. En realidad son un tanto por ciento pequeño de la población, pero las estadísticas dicen que te cruzarás con alguno de ellos. Solo queda una salida: escapar. Este es un relato escrito pensando en el "Arrancacorazones", de Boris Vian (no he querido robarle el título, tan apropiado) y leyendo "De profundis", de Oscar Wilde.

jueves, 20 de julio de 2017

Los desastres de la presbicia


Yo no lo sabía, pero cuando eres madre, llegan males asociados a tu condición que han llegado para quedarse. Uno de los más obvios es el de la sobreprotección. El miedo a que a tu bebé le pase algo. El convencimiento de que, si algo malo ocurre, tú morirás porque tu vida dejará de tener sentido. Luego vas asimilando la cuestión, han llegado dos, si algo le pasa a uno no puedes pensar en abandonar al otro. Y de hecho te relajas, dejas de anticipar supuestos e intentas no pensar. Las estadísticas dicen que nada pasará. Pero y si...
En lo físico, esa ya es otra cuestión. Cada mujer es un mundo; las hay que se quedan igual, pero no es mi caso. Siete años después y dos partos, aún no he recuperado mi peso original. Pero no me quejo, tengo dos hijos bellos, de buena constitución, cuando me siento mal les miro a ellos, tan perfectos. Mi tiempo ya pasó. Y además la belleza es relativa, y todas esas cosas...
Lo cierto es que ya tengo una edad, y lo peor ha sido perder la vista; maldita presbicia. Tengo el convencimiento de que leo mucho menos desde los primeros síntomas de vista cansada. Pero eso no ha sido lo peor. Lo más doloroso ha sido ver borroso el rostro de mi hijo. Me operaría solo para poder ver su carita, muy de cerca, sin verle borroso.
Hace poco se generó un debate -uno de tantos- sobre tener o no tener hijos. Yo pasé muchos años convencida de que no los tendría.
Y de hecho no tengo una justificación, ¿por qué los he tenido? Pues no lo sé, supongo que fue por un acto de amor, y también por el ultimátum que me imponía el reloj biológico: o ahora o nunca. Y no me arrepiento, aunque sé que éste es un tema de aquellos que generan debate, porque hay padres y madres que sí se arrepienten, y no soy yo quién para juzgarlos. Hay sin embargo otros que hacen de la maternidad una bandera, y también me está bien. A fin y al cabo lo importante no es eso, sino la responsabilidad. No importa lo que pienses, mientras seas responsable.
Hoy en día tenemos que lidiar con miles, millones de personas heridas en su más tierna infancia, que hoy en día son nuestras parejas, nuestros jefes, nuestros dirigentes... Personas con los valores torcidos, personas tóxicas a veces, y otras directamente malas. Cuando eres madre, cuando eres padre, la mayor obsesión a mi juicio es modelar a buenas personas. Personas fuertes, pero también buenas, creativas, inteligentes, con una excelente autoestima, empáticas, y ante todo buenas personas, insisto. Con una bondad que no pisotee al otro, no xenófoba, no racista, solidaria, atenta, responsable, respetuosa, empática... Y tantas otras cosas. Sólo así, a mi juicio, tener hijos cobra sentido. Sino, ¿para qué?



lunes, 17 de julio de 2017

Enfriamiento



Se enfría el anhelo, la compasión, el miedo, se enfrían todos los sueños.
Se enfría la valentía, el aprecio, se enfría el momento en el que se tocan las puntas de nuestros dedos y nos pasa aquello, tan eléctrico, nos pasa aquello tan eléctrico.
Se enfría la sonrisa de un niño mientras llora, se enfría el púlpito de los idiotas, se enfrían los vulgares síes, los silentes noes, se enfría la vejez mientras viene la muerte y me siento tan frío, y tan cansado, en esta primavera de tormentas tan delicadas, las abejas se agotan y las palomas se callan, se callan.
Se enfría la incertidumbre y se perpetúa su nombre, se enfrían los proyectos, y el cielo en mil descargas de nubes furiosas se enfría, nos enfría, nos llama con claridad y nos hipnotiza.
Se enfrían los recuerdos. Se enfrían los sentimientos. Se enfría la comida y soy incapaz de pensar, y soy incapaz; no pienso.
Apago la luz, entrego el dolor y luego se marchita.

Terrassa, 18-04-2017



sábado, 8 de julio de 2017

Morir a los 46 años (en recuerdo de mi madre)


                                       Montserrat De Agustín Sola (11-08-1944 / 08-07-1991)



Faltaba muy poco para la medianoche, reinaba la calma. Ya todos nos habíamos tranquilizado, y esperábamos, escuchando su respiración honda, entrecortada, deseando sí, que se fuera, que dejara de sufrir, que su sufrimiento y el nuestro se reconvirtieran. De repente algo cambió, no recuerdo si fue en el movimiento o en el ritmo de la respiración. Yo nunca había visto morir a nadie pero supe que estaba pasando. Me levanté, junto a mi padre, nos colocamos cada uno a ambos lados de la cama, le cogimos de las manos. Mientras lo hacíamos, tal como habíamos intuido, se fue.
Fue como acompañarla en el viaje, al menos al principio. Pero ya estaba, ya estábamos solos, yo y mi padre y mis hermanos, y empezaba una vida nueva para nosotros. Pronto supimos que esa muerte mutiló una parte de nuestras vidas, ya nunca nada fue igual y todo fue distinto. Que se fuera mi madre nos arrebató una parte del futuro.
En 26 años, nunca había escrito sobre ese día. Se lo he contado muchas veces a mis amigos, pero nunca lo había escrito. Me siento como si aún lo estuviera digiriendo. Esa ausencia ha estado presente siempre; ya no es tanto echar de menos a alguien, es más bien convivir con la pena, con el desgarro, con la nostalgia de lo imposible.
Mi madre se murió a los 46 años y yo ya soy mayor que ella. Y soy madre y no pienso morirme. Pero da igual si una madre o un ser querido que te ha arropado maternal o paternalmente se va a los 90 o a los 20, la sensación de vacío es la misma. Aunque cuanto más joven te pasa, mecachis, sueles estar más tiempo con esa especie de congoja irreversible.
Pienso ahora en mis amigos y familiares que han tenido pérdidas recientes. O en las personas amadas que también se fueron, con las que a veces sueño. A mi me tocó vivir muy de cerca la enfermedad del cáncer dos veces en menos de diez años, y saqué conclusiones que se han ido diluyendo con el tiempo. Aquellas lecciones tenían que ver con la responsabilidad que tenemos sobre nuestras vidas, de intentar sentirnos bien, de apostar por el bienestar, de no desear morir nunca. Y con lo poco que nos educan para aceptar la pérdida y para convivir con la enfermedad.
Apenas han cambiado las cosas en todo este tiempo. Seguimos bastante ciegos y perdidos. Sabemos poco de la vida, y mucho menos de la muerte. Y cuanto menos sepamos, menos lo aceptaremos. Y mi madre seguirá siendo un sueño, y no una presencia real que me acompaña a cada paso que doy como querría que fuera, siempre.






jueves, 6 de julio de 2017

Violencia machista en la puerta de casa

Lo que ha pasado esta noche en mi calle pasa cada noche en muchas casas. Un hombre ataca  a una mujer porque en vez de pensar que pueden comunicarse de igual a igual, y resolver las cosas con tranquilidad, la trata con la superioridad física y con la supuesta superioridad moral de la que ostentan todos los machistas.

La mujer de mi historia es mi vecina y madre de un amiguito de mis niños. Tiene otra bebé de apenas dos años, lleva siete en el país, y casi no habla el idioma. No tiene papeles. Es negra, y es mujer. No existe a mi juicio mayor fragilidad en el mundo. Su corazón llora (lo repite desde hace tiempo) harta de insultos y de amenazas de muerte. Pero hasta ahora no se ha atrevido a denunciar; hasta ahora...

Las amenazas se han convertido en violenta rabia después de que ella haya denunciado. El hombre ha pasado a las manos y su intención era venir a buscarla hoy con un cuchillo. Por suerte está a salvo. No sé por cuánto tiempo.

Esta noche pasada han dormido en mi casa. Cualquiera puede imaginarse la sucesión de acontecimientos: la policía, el llanto, la ansiedad, el hospital. Pero es imposible meterse en la cabeza de esos niños. La pequeña ha llorado echando de menos a su mamá, tan indefensa, pero tan poquito rato... Luego se ha dormido. Esa mujer es lo único que tienen en el mundo y su padre la está descalabrando, machacándola con una muestra de odio tras otra. Y ella, manteniendo el tipo con tropezones que la han llevado esta semana dos veces al hospital. Está sin dinero y pronto sin casa. ¿Cómo aguanta?

Ésta es la historia de muchas calles y de muchas casas. Pero vivirlo de cerca impacta. ¿Cómo huir a tiempo de una situación tan venenosa? Ahora ya es tarde para saberlo. Pero a mi protagonista, espero, la aguarda una nueva vida sin tristezas y en compañía de sus pequeños, lejos, espero, de ese hombre incapaz de amar y de respetar, podrido por dentro.







miércoles, 5 de julio de 2017

Un verano con nieve en casa


Llega el verano, y también, llega el momento de atisbar la esperanza de encontrar una resolución en aquello largamente postergado. Ver a un amigo, pintar la casa, suplir a un amor por otro. Hacer más cosas con los niños, ordenar las fotos, disfrutar del aire libre y dormir, dormir tanto que en mucho tiempo no hará falta recuperar el sueño.

Llega el verano y te das cuenta de que tu felicidad se trunca ante la imposibilidad de otros, o ante la inevitabilidad de las circunstancias. Tu amigo no está en la ciudad, los niños no te dejan dormir, y no te llega el presupuesto para la pintura. El amor no llega. Hay tantas imágenes que en dos minutos desistes, te abruman las casi dos mil fotos. Y entonces apagas el ordenador, coges la toalla y te vas a la playa, o las gafas y te plantas en la biblioteca para tomar prestados ocho libros, de entre los cuales sólo leerás dos, los más livianos.

Llega el verano y te das cuenta, que pese a la luz y al calor, te sientes frío, y ves la vida pasar esperando un cierto bienestar que casi nunca llega. La felicidad es aquello esquivo que siempre postergas y que dejas para mañana, para cuando llegue ese día en que conozcas a alguien, crezcan los niños y tengas la casa pintada, ordenada y limpia. No cuentas con que al día siguiente se desordena y se vuelve a ensuciar. Ni que el verano se acaba y que el frío interior gana la lucha dejándote paralizado.

Ves la vida pasar y, al mismo tiempo, lo ves todo  al ralentí. Las injusticias no se resuelven y el mundo no sólo no es mejor que antes, sino que es peor. Te rodean personas tóxicas y reina la insensatez.  Los cambios llegan, sí, pero sólo en forma de pérdida. Pierdes el trabajo, pierdes a compañeros, pierdes la esperanza y el amor. Te revuelcas cada día en la pérdida y en la insulsa nostalgia, como en una obsesión.

No acaba el hambre en el mundo, sino que crece, el cambio climático no se detiene, y las fronteras no se derriban, sino que aumentan. No se acaban las guerras. Nacen bebés sin destino, condenados a una tristeza violenta.

Y aún así, a pesar de todo y de todos... Te levantas cada mañana, y continúas. Cada minuto que pasa se resuelve con pequeñas alegrías, pequeños triunfos. Estás vivo y eso es lo que cuenta.