sábado, 8 de julio de 2017

Morir a los 46 años (en recuerdo de mi madre)


                                       Montserrat De Agustín Sola (11-08-1944 / 08-07-1991)



Faltaba muy poco para la medianoche, reinaba la calma. Ya todos nos habíamos tranquilizado, y esperábamos, escuchando su respiración honda, entrecortada, deseando sí, que se fuera, que dejara de sufrir, que su sufrimiento y el nuestro se reconvirtieran. De repente algo cambió, no recuerdo si fue en el movimiento o en el ritmo de la respiración. Yo nunca había visto morir a nadie pero supe que estaba pasando. Me levanté, junto a mi padre, nos colocamos cada uno a ambos lados de la cama, le cogimos de las manos. Mientras lo hacíamos, tal como habíamos intuido, se fue.
Fue como acompañarla en el viaje, al menos al principio. Pero ya estaba, ya estábamos solos, yo y mi padre y mis hermanos, y empezaba una vida nueva para nosotros. Pronto supimos que esa muerte mutiló una parte de nuestras vidas, ya nunca nada fue igual y todo fue distinto. Que se fuera mi madre nos arrebató una parte del futuro.
En 26 años, nunca había escrito sobre ese día. Se lo he contado muchas veces a mis amigos, pero nunca lo había escrito. Me siento como si aún lo estuviera digiriendo. Esa ausencia ha estado presente siempre; ya no es tanto echar de menos a alguien, es más bien convivir con la pena, con el desgarro, con la nostalgia de lo imposible.
Mi madre se murió a los 46 años y yo ya soy mayor que ella. Y soy madre y no pienso morirme. Pero da igual si una madre o un ser querido que te ha arropado maternal o paternalmente se va a los 90 o a los 20, la sensación de vacío es la misma. Aunque cuanto más joven te pasa, mecachis, sueles estar más tiempo con esa especie de congoja irreversible.
Pienso ahora en mis amigos y familiares que han tenido pérdidas recientes. O en las personas amadas que también se fueron, con las que a veces sueño. A mi me tocó vivir muy de cerca la enfermedad del cáncer dos veces en menos de diez años, y saqué conclusiones que se han ido diluyendo con el tiempo. Aquellas lecciones tenían que ver con la responsabilidad que tenemos sobre nuestras vidas, de intentar sentirnos bien, de apostar por el bienestar, de no desear morir nunca. Y con lo poco que nos educan para aceptar la pérdida y para convivir con la enfermedad.
Apenas han cambiado las cosas en todo este tiempo. Seguimos bastante ciegos y perdidos. Sabemos poco de la vida, y mucho menos de la muerte. Y cuanto menos sepamos, menos lo aceptaremos. Y mi madre seguirá siendo un sueño, y no una presencia real que me acompaña a cada paso que doy como querría que fuera, siempre.






1 comentario:

  1. Que hermoso, me emocionó demasiado. Es muy similiar a la despedida que tuve con mi madre.

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