miércoles, 22 de noviembre de 2017

Ser madre a los 40




Entre las muchas maneras que una tiene de complicarse la vida, una de las más usuales es tener hijos. Se supone que el fin primero y último de la existencia humana es procrear, perpetuar la especie, pero con el paso del tiempo, de los siglos, ha ido ganando terreno la necesidad de estudiar, de tener un buen trabajo, de poseer una gran casa, de ser felices... Viajar, tener amigos, coleccionar amantes, cultivarse, ir a espectáculos, exposiciones, crear, se han ido sumando a las motivaciones para darle un sentido a la vida. Pero por muy realizado que te sientas y por mucho que busques, el santo grial de la felicidad sigue siendo nada más que un mito artúrico y tú acabas sintiéndote más Morgana que Ginebra, muy a tu pesar.

Los hijos son para algunos la salvación a una vida de vaciedad y desamor. Se convierten en una misión. Pero por muy heroína que te sientas, parir y criar no es nada extraordinario, las mujeres llevamos haciéndolo casi casi desde el principio de los tiempos.

Lo que no es tan usual, al menos según las estadísticas, es ser madre primeriza más allá de los 40. Estás más mayor y más cansada, pero se supone que eres más sabia, tienes más paciencia y te entregas más. Ya no te viene de aquí irte de fiesta o a cenar. Ni siquiera te importa no poder viajar al otro lado del planeta. Ya habrá ocasión, ahora se impone una vida de contención y casera, una vida austera, un alto en el camino para criar hijos que en el fondo crecerán y te dejarán de nuevo sola, para seguir con su vida.

Con el paso de los años una entiende que cualquier generalización no es más que una bobada. Enfrentarse a la crianza de los hijos sigue siendo un misterio, y por mucho que leas, hables, caviles, por muy madura que te sientas, esos seres de carne y hueso con mentes inocentes y despiertas se han instalado en tu vida para complicártela con pequeñeces, y para hacerte meter la pata diariamente por todo a lo que no llegas y por aquello que dices sin pensar, ¿Y si estaré creándole un trauma  a mi hijo?

Me acabo de enterar de que el drama que tengo cada día con la ropa de mi hijo pasa en otras casas. Primero fueron los calcetines, debían ser blancos, y si no estaban lavados, pues tres días con ellos puestos. Ahora son los pantalones, o azules o negros, sino cedo tenemos gritos, lloriqueos, llegamos tarde al cole y si me apuras al trabajo.

Hay quien opina que soy mala madre si cedo. Eso del club de las malasmadres me lo conozco, pero no compro; no voy a hacer bandera de algo malo, voy a intentar hacerlo mejor.

Y así estamos, en medio de negociaciones que provocan un sufrimiento innecesario, tan pequeñas que a nadie le importan. Pero son la guerra de guerilla de un niño de cuatro años que reclama la atención de una mamá a la que en ese momento le gustaría ser un muro de contención. Dejar pasar el chaparrón.

Mi agenda son ahora mis hijos, mi sendero y objetivo, mi lucha. Hay quienes luchan por fines más altos, quizá mas nobles, pero seguro que sus fines no le dan un besito de buenas noches de aquellos que desarman, ni le sorprenden cada día por lo rápido que aprenden ni por su perspicacia, ni duermen con caritas de ángel, ni les miras mientras respiran y aquello es mucho más entretenido que cualquier película de La 2. El misterio se revela cada día en forma de latido que te llega al cuello. ¿Es amor? Sí, señor, lo es.




viernes, 10 de noviembre de 2017

Recuerdos del Níger






¿No lo sientes?, el balanceo, la barcaza navega tan lentamente que casi puedes escuchar el lamento de los muertos. En la ribera, un hombre persigue una gallina flaca, que corre y revolotea como si ya supiera que su hora llegó. La mezquita de adobe contempla, impávida, la salida del sol. El silencio secuestra los pensamientos mientras los espíritus del fuego nos vienen a buscar.
Ibrahim reza en el lecho de la orilla, es Ramadán. Montamos las tiendas y el ocaso nos señala la lumbre de la hoguera. Nos sentamos en el manto de arena del sahel. Un hombre pasa por detrás montado en una bicicleta que renquea, se le ha salido la cadena. Unos metros más allá, los bozo montan su campamento. Cantan y bailan y son ruidosos. Pasan toda la noche así, antes de partir, para seguir pescando.
Las parvadas de pájaros planean sobre el Lac Débo, parecen detenerse en los humedales. Son miles, millones, no hacen ruido. Es un espectáculo impresionante, impresionante. Pellizcan tu cuello. Asaltan tu corazón. No sabes hacia donde se dirigen, pero querrías volar hasta alcanzarles.
En Niafunké nos dan de comer a deshoras, un sonido de kora nos envuelve. Aún hay quien llora la muerte de Ali Farka Toure, con esta guitarra tocó, allí aún vive su familia. Un oriundo songhai nos ofrece uno de sus cassettes envueltos en plástico, probablemente pirata.
La curva del Niger está lejos, no así los meandros. La pinaza se desliza suavemente; no hay prisa, recorremos nuestro sinuoso sendero hacia Timbuktu.
Dejamos atrás el Djoliba, como le llaman allí, el río de ríos. Es como si perdiéramos la protección. Como si nos dejaran en un extraño libre albedrío. Tomar tierra firme después de pasar tres días navegando no es fácil.
Allí, en Timbuktu, una vez más el tiempo no es tiempo, se diluye nuestra época. Los hombres azules nos miran, majestuosos. Arrodillados, pidiendo de comer, están los bella, dicen que sus esclavos. Un camello atraviesa la calzada. Apenas a unos kilómetros los pastores los manejan por manadas. Atraviesan el río de un lado a otro, buscando ¿pastos? La aridez del sahel apenas da para cuatro briznas de sequedad.
Tomamos el té a la afueras, mientras esperamos que caiga el sol. Contemplamos Timbuktu, la perla, muda, decadente, despierta. Hoy no ha habido lengua de fuego, estamos en época de lluvia, ni se ha despertado el harmattan.
Una ligera brisa silba, anunciando a un espectro que se detiene a observarnos.
                                           
                                                                                                                (CONTINUARÁ...)