sábado, 5 de mayo de 2018

La crisis de los 50 (II)






Habla un personaje cualquiera (no yo, eh), en una crisis cualquiera que podría ser la de los 50...


Estoy chiflada. Loca con volver a romper con todo, martiroloca, como una presa desvariada y aprensiva, ya nada me gusta (otra vez.)
Supongo que si supiera los secretos de otras personas para soportar la existencia (crearse una pantalla, un alter ego, robar en erarios públicos o en supermercados,  tomar pastillas para dormir) podría afinar y doblegarme ante una cierta normalidad, sería (y perdón por la obviedad) equivocadamente feliz.
Pero no, yo rompo, destruyo, construyo esos castillos de naipes tan frágiles y pasa lo que pasa. No me basta con vivir. Tengo que destruir, borrar del mapa. Amanecer un día cuando el día anterior he tenido a bien despedirme con la palabra fin. Se acabó. Y a escribir una historia nueva. Sin rencores, con olvido y nada más. Mi corazón estaba y ahora ya no está. Se esfumó en el abismo de una palabra.
Son ya 50 y el ciclo no tiene fin. Renovarse o morir, reinventarse, y ahogada en el recelo, la cautela, la parsimonia juvenil. Hay que vivir rápido, y menos rápido hay que irse de aquí. Creyendo en el júbilo, en la condena del ensimismamiento, en el fluir de las dos terceras partes de la libertad con la que nacimos, aquella de la que cada día perdemos un trozo.
Pierdo e invoco. Busco y mantengo mi descortesía ante el paso de las horas. El muro no tiene fin. Resbaladizo y pueril. Hay quien arrastra congoja, una congoja de seda, sin semántica, sin reglas.
Hay quien se cansa de tanta mierda. Quizá sea esa la respuesta.

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