jueves, 14 de diciembre de 2017

Cuando el amor romántico no es amor








Escribo estas líneas con la esperanza de que algún día mi hija las lea, mi hijo también, pero especialmente mi hija. Lo hago después de ver una película sobre violencia machista titulada "Indefensa", un retrato muy crudo y bastante fiel de un maltrato continuado durante catorce años. Y lo hago además en la culminación de un año en el que, por diferentes circunstancias y casualidades, me he interesado por entender los ciclos del maltrato y la personalidad de los maltratadores, descubriendo una realidad de la que aún tenemos mucho que aprender y en la que falta muchísimo trabajo de información y prevención. Como en todo, la detección precoz te salva la vida.

Ese interés mío por las relaciones nocivas me ha hecho topar con un término escueto, pero que no hay que perder de vista: "banderas rojas". Si hay alguien que te aleja de tu familia, critica a tus amigos, te retira de los estudios, te recluye en casa y te cambia el vestuario para que no estés demasiado sexy y que los demás no te miren... Hay que huir, correr sin pensarlo y alejarte de esa relación por siempre jamás. La teoría está muy bien y está muy clara, pero en la nebulosa de todas las relaciones personales (sean del tipo que sean) intervienen otros factores como la inseguridad, la inmadurez, la falta de autoestima, la inexperiencia, el miedo a la soledad y sobre todo y por encima de todo, el enamoramiento y el amor. Este último factor no es baladí; altas torres han caído en nombre del amor -la más segura, experta, inteligente y madura de las criaturas-, especialmente si el maltratador utiliza sagazmente sus tácticas: la disonancia cognitiva (hoy te apaleo, mañana muero por ti), la indefensión aprendida, el chantaje emocional, la amenaza (de dañar o quitarte a los hijos, por ejemplo) o el control económico. El símil de la telaraña es muy bueno y es real.

Para llegar a todo eso es absolutamente necesario que alguien te haya echado el lazo, haya creado un vínculo y te haya reclutado, para desplegar más tarde su personalidad más perversa. Ese enganche se llama amor. Y no encuentro otra manera de decirlo de forma suave, pero: el amor romántico ha hecho estragos. Los príncipes azules, el amor para toda la vida, las medias naranjas. No voy a demonizar al amor ni voy a negar su existencia, y menos yo, que me he comportado a ratos como una enamoradiza recalcitrante... Pero sí quiero advertir sobre sus peligros. El discurso del amor es a veces ese árbol que no deja ver el bosque. Un bosque de terror, de infelicidad y de muerte segura.

Lo cierto es que, en temas de amor, cualquier racionalidad está casi siempre fuera de lugar. Ya no sólo hablamos de sentimientos y de emociones, sino de endorfinas, de feniletilamina, de drogas muy potentes que crean una gran adicción. También hablamos de deseo, de sexo; el amor es sin ningún tipo de duda el mayor de los afrodisíacos.

Tenemos pues promesas de felicidad y de compañía eternas, y procesos químicos que intervienen para mantenernos enganchados (procesos que dicho sea de paso no duran siempre, afortunadamente.) En ese contexto se plantan los maltratadores. Como he dicho, intervienen otros muchos factores, pero el simple hecho de pensar de que existe y que además somos merecedores de un amor completo y total, de un amor entregado e incondicional, de una fantasía que al final sólo existe en los cuentos de hadas, no ayuda a esas mujeres heridas a escapar. Eso que parece una certeza da una idea equivocada de utopía, de cambio. En la película mencionada se ve muy claro.

Como antagonista de ese rol de príncipe ardiente y amoroso está la dama sumisa y entregada, agradecida por ese regalo que la salva del desamor. Y si el caballero la pega es porque algo ha hecho mal. Sólo haciendo las cosas mejor merecerá de nuevo su amor. Y así el caballero no sólo la deforma con sus palizas sino que la somete con la culpa. No hay escapatoria. Prevalece el riesgo de ser devorada.

Y en fin, yo que crecí leyendo poemas enormemente románticos, de amor y sobre todo de desamor, y escuchando canciones de corazones rotos, y conviviendo con las historias de mujeres que murieron por amor, fueran ciertas o no (Alfonsina Storni, Violeta Parra, Elis Regina, Marilyn Monroe), y sumergiéndome en Wagner, el más romántico de los románticos (dicen que creía en el amor como redención)... yo, al fin y al cabo, quisiera aprender a educar en otro tipo de amor, en el amor sereno, en el amor sencillo. Aquel que, como decía Vicent Andrés Estellés, no pide demasiadas cosas, sólo un acompañamiento. Aquel que no conoce de monogamias, ni compromisos, aquel sin condiciones, con respeto y aceptación, sin humillaciones.

Neruda, otro de esos románticos referenciales, seguramente un machista y con certeza un polígamo (por lo que he leído no un "polígamo sucesivo" sino un "polígamo simultáneo") escribió algo que leí de adolescente y que aún me ronda. Dice así:

Amo el amor que se reparte
en besos, lecho y pan.

Amor que puede ser eterno
y puede ser fugaz.

Amor que quiere libertarse
para volver a amar.

Amor divinizado que se acerca
Amor divinizado que se va.

Pero vuelvo a esas mujeres que me duelen. A aquella mujer a la que oí decir en el autobús: "Me arrepiento de no haberme separado antes (después de treinta años de matrimonio.) Me tuvo encerrada todo ese tiempo. Yo no tenía ni llaves de casa. No me separé antes por mis hijos." Eso sigue ocurriendo cerca de casa, en nuestro propio barrio. Salvemos a esas mujeres, a las de ahora y a las que están por venir. Comprendamos esos procesos, en los que muchas mujeres, también nuestras hijas, pueden caer.






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