miércoles, 28 de junio de 2017

Amores que matan



"No te hundas", me dijo mientras hacía amago de agarrar mi mano con desgana, y colocaba su pie sobre mi cabeza, apretando con fuerza, para arrastrarme hacia el fondo de una vez por todas. Mi mano estaba a punto de escurrirse de la suya como si fuera un pescado.
Miraba hacia arriba pero no veía, tenía como aplastado el cogote y no sentía ni mis pies, ni mis manos. Creo que estaban como aleteando, pero no podría asegurarlo.
Él solo hacía que murmurar: "madre no hay más que una", "madre no hay mas que una", y no sé si lo decía por ese hijo suyo que llevaba yo en mi vientre, o por la desordenada psicopatía que había empezado a manifestarse desde que un día le dije, "vete de casa".
Desde entonces fue otro, muy otro. Le pedí perdón enseguida y, aún otorgándome cierta misericordia no alejándose de mi lado, huía de mis besos y yo lo sabía: me estaba castigando.
Lo veía en pequeños gestos y en su mirada esquiva. Una sombra se había instalado ahí, sobre la ceja. Sus muecas me parecían absurdas, pero eran constantes. No tardó en llegar la violencia, los gritos, me había convertido en su posesión, y como tal, perdido mis derechos. Ya no era yo, sino nada más que suya. O su espejo. O el reflejo de lo que él quiso que fuera, y no fue.
Y allí estaba, hundiéndome en esa piscina, con un proyecto de vida de tres meses que se vio arrastrado hacia el fondo, conmigo. Le supliqué, déjame ir, te haré feliz. Mientras lo hacía, un torrente de agua inundó, sin remisión, mi garganta. Él pudo dormir.


No hay comentarios:

Publicar un comentario